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Había una vez una niña muy bonita. Esa era yo, porque aunque mi nombre sigue siendo Mariana, ya no soy una niña. La mayoría de las mujeres que conozco pasaron de la inocencia al desencanto gradualmente, a cuentagotas, sin saber cuál fue el día exacto en que los hombre dejaron de parecerles unos animales raros para convertirse en el objeto de todos sus actos. Yo, en cambio, sé que esa mañana mamá me sacó de la cama a las 10 para que le llevara unas cosas a la abuela. Ella vivía en San Antonio de Prado. Sola, independiente, libre y feliz. Entre las matas y los pájaros encontraba todo lo que no hallaba ni en sus hijos ni en sus nietos. Salí de la casa con desdén, cargada con el paquete en el que iban unas cortinas mientras mamá gritaba «mucho juicio» como siempre y yo huía del consejo, como siempre.

En el parque de Cristo Rey tomé el bus de Itagüí San Francisco porque aunque tenía que caminar dos cuadras más, era eso o esperar el de San Antonio de Prado quien sabe cuánto tiempo. De repente vi a un hombre enorme delante de mí. Se montó en Las Chimeneas y pasó por encima de la registradora porque le faltaban cien pesos. Me sentí idiota mirándolo de arriba abajo y antes de darme cuenta ya se había sentado en la silla del lado.

—¿A dónde vas, niña? —preguntó con voz ronca.
—A casa de mi abuela en El Limonar —le dije con odio, pensando que yo ya no era una niña, tenía senos aunque él no pudiera verlos, me ponía de mal humor exactamente cada mes y usaba desodorante, como todas las mujeres.
—No está lejos —murmuró como si se hablara a sí mismo y volteó para mirar a una rubia que estaba bajándose del bus.

Yo fingí estar distraída mirando por la ventana. Es un idiota, me dije, no tengo que pensar en él. Pero pensaba. Podía verlo en el reflejo del vidrio, «¡qué ojos más grandes tiene! parece que ha visto todo el mundo y un poco más, y lleva un arete en la oreja, mamá lo odiaría solo con verlo.»

Se volteó. Su mirada se cruzó con la mía y entonces sonrió, una sonrisa perfecta de dientes blancos y labios gruesos. En el bus nos conocimos:
—Mario.
—Mariana.
—¿Estudias o trabajas?
—Estudio ¿y usted?
—Yo trabajo ¿y dónde estudias?
—En La Presentación.
—¡Ah con monjas!
—Sí, pero quiero cambiarme de colegio —respondí con vergüenza.

Nos bajamos en la glorieta de Pilsen y caminamos cinco cuadras. Abrió la puerta de un garaje y un olor a encierro me hizo dar un paso atrás antes de entrar. Tomó de mi mano con firmeza y cuando encendió la luz pude ver todo su mundo de un vistazo: una cama, una mesa, dos sillas diferentes, un televisor pequeñísimo, algunos trastos y ropa colgada en un rincón.

Me besó la boca y sabía a ácido. Luego sentí su lengua dentro como si contara mis dientes, nada que ver con los besos que me daba Diego cuando jugábamos «pico de botella». Me quitó la blusa y el brasier más rápido de lo que yo habría podido, tocó mis pezones y sentí una cosquillita partiéndome la espalda.

Yo ya quería irme. «Mi abuelita me espera», dije. Él me tomó a la fuerza y me reventó entre las piernas. Para mí eran inexplicables sus ojos de placer mientras a mí me dolía tanto adentro que no fui capaz de quitármelo de encima. Cuando terminó se fue para el baño y yo aproveché para limpiarme un poco con las cortinas, vestirme mientras todo mi cuerpo temblaba y escapar de ahí.

Caminé como dos horas y cuando llegué donde la abuela comencé a llorar y le dije que me habían atracado, sin poder explicarle bien cómo ni dónde, solo que se habían llevado el paquete y que tenía miedo. Entré al baño y me lavé todo el cuerpo tratando de quitármelo de la piel aunque no pudiera sacármelo de la cabeza. Ese día me quedé donde la abuela y me dormí acurrucada con un pijama de ella que me quedaba enorme.

Al despertar ya había salido para la misa y de ahí iría a visitar a Rosa en el ancianato como todos los domingos. Encima de la mesa encontré un frasco marrón y una nota de su letra lenta y enredada que decía «Para usar en caso de atraco, un par de gotas de averesá antes de abrir la puerta.»

Ahora voy a verla todas las semanas. Tomo el bus de San Francisco y me quedo mirando de arriba a abajo todos los hombres enormes que se suben al bus. Algunos se sientan a mi lado y a veces me bajo con ellos si tienen una sonrisa perfecta aunque no alcancemos a conocernos en el trayecto. Disfruto viéndolos tratar de explicarse mis ojos de placer mientras a ellos les duele tanto adentro que son incapaces de quitarse de encima de mi cuerpo. Luego voy a casa de la abuela y lloro tanto como la primera vez hasta que me quedo dormida después de darme una ducha.

Sueño que soy una niña muy bonita rumbo a la casa de mi abuela. Llevo una delicada cesta llena de pasteles recién horneados. En el bosque hay un lobo feroz y cuando llego donde la abuela ella tiene unos ojos grandes que han visto todo el mundo y un poco más, pero es el lobo y me devora. En su interior está la abuela y pronto un cazador nos saca vivas. Entonces me despierto bañada en llanto, tratando de entender por qué ese primer día el cazador nunca llegó.

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