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En tres ocasiones el conductor del bus amenazó con dejarnos en algún lugar del camino. En tres ocasiones tuvimos que subir la tarifa hasta que a la cuarta uno de los pasajeros le dijo «¿usted nos cree güevones? ¡ni un peso más!» y no volvió a quejarse del camino de piedra, los huecos llenos de agua o el precipicio a cada lado.

En Aguaclara encontré un puente. Y alrededor del puente había casitas y familias. El puente era amplio, sobre un río medio seco, pero pude ver que el nombre no era al azar. También había una escuela que solo se diferenciaba de las casitas por el letrero que ya empezaba a borrarse.

Según la edad relativa entre unos y otros todos eran tíos o sobrinos.

Sus pieles negras, color lenteja, relucían brillantes y contrastaban con los colores de sus ropas: cyanes, magentas y amarillas. Allí se unían el río Aguaclara y el río Achicaya y entre tanta unión y tanta piel al descubierto empecé a entender por qué en cada casita vivían familias infinitas donde un hermano era apenas más alto que el otro, y dejó de ser extraño (para mis ojos) que una hermana amamantara a su sobrino mientras su hijo le enseñaba al primo a patear un balón.

Selva, húmeda, tropical.

Selva húmeda tropical.

De hojas gigantes y verde intenso. De plantas rastreras que llenaban cada espacio. De trinos y quejidos.

Una lluvia intensa lo cubrió todo en cuestión de segundos. Y a los aguaclareños parecía no importarles. Solo la tía Betsy desde el portón le gritó al sobrino que recogiera la ropa para no tener que pararse. De resto la vida seguía, como si ese río que venía del cielo fuera igual que los ríos que se unían, igual que la humedad infinita que no dejaba de sentirse nunca.

Cuatro meses sin llover y cayó un diluvio el día que yo llegué. Todos siguieron con sus vidas como si no pasara nada.

–No es buen presagio –me dijo el maestro al que iba a relevar.

Sonreí, porque para mí todo lo que había visto en esos pocos minutos ya era mágico. Me mostró mi habitación en la parte de atrás de la escuela e hicimos un recorrido en el que descubrí que solo había un salón con diez pupitres, un tablero y un escritorio para mí. Se despidió, deseándome suerte y se fue en un jeep destartalado, en medio de la lluvia, sin que nadie saliera a decirle adiós.

Así recuerdo mi primer día como maestra. Poco a poco aprendí que mis estudiantes no necesitaban computadores, ni una gran biblioteca, ni siquiera electricidad.

Hoy espero a quien vendrá a tomar mi lugar, veinticinco años después, con la alegría de entregarle varias generaciones educadas en medio del río, de la selva, del calor permanente, de los insectos, de la comida compartida juntos, de las canciones, de las caminatas, de las noches acostados sobre el puente, mirando las estrellas.

Espero enseñarle lo único que necesita saber, lo que aprendí de mis alumnos, lo que nunca me dijeron en la Universidad: ser maestro es ser uno de ellos, es descubrir sus sueños y enseñarles que todos son posibles.

Yo, un día soñé con llegar muy lejos. Y lo cumplí. Llegué al pueblo más perdido del Chocó colombiano y aquí, con ellos, me convertí en bunde, en lluvia, en tía, en el río Aguaclara al que ahora pertenezco.

Mi último día como maestra, nadie me despide. Le muestro la escuela, con el letrero recién pintado al joven que viene a relevarme y camino media cuadra para llegar a mi casa, donde mis sobrinos me esperan para compartir la comida.

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