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Cuando la encontraron nadie notó que la habitación estaba llena de libélulas, pequeños odonatos tornasolados que escaparon sigilosamente al abrir la puerta. Tal vez no se dieron cuenta de lo evidente porque al volar de las libélulas se levantó un terrible hedor que provenía del cuerpo, un olor espeso y oscuro, como un mal sueño en una noche calurosa, que pronto llenó los pulmones de todos los que estaban cerca.

Era domingo, pero el olor hablaba de una muerte de martes. Improbable, ya que la mañana anterior Anabel había llamado a su madre para pedirle que fuera a verla al día siguiente porque se sentía enferma. En esa conversación no le habló de las libélulas que empezaban a rondarla porque había aprendido en sus expediciones por lagos y pantanos que los caballitos del diablo no representan ningún peligro más que para moscas, mosquitos o mariposas que llegan a doblarles en tamaño.

Sin embargo, con el avanzar del día, las libélulas dejaron de ser divertidas para convertirse en un fastidio, especialmente cuando de tanto en tanto se posaban sobre ella, todas a la vez, en los brazos, el cuello e incluso en la cara, levantándose organizadamente para realizar vuelos hacia delante o hacia atrás, en línea recta, subir o bajar en vertical, girar en el aire sobre su cuerpo o detenerse en la mitad de la nada y flotar.

Poco a poco se fue sintiendo débil. Con dificultad pudo levantarse de la cama para servirse un vaso de agua. Se quedó dormida, todas las libélulas sobre ella. Al despertarse tenía los labios más secos que la sed misma. Tomó un pequeño sorbo de agua, el más pequeño, porque sabía que no podía abusar del vaso medio lleno. Miró el agua que le quedaba, tal vez para unas horas, nada más. Y entonces el recuerdo la llevó a un lugar muy lejano.

Rodeada por el olor de la sal y los graznidos de las gaviotas podía sentir la mar, la mar de agua, chocando contra los acantilados. ¡Cuánto disfrutaba de ir a la mar! Especialmente en otoño o en primavera, cuando podía caminar sin congelarse y sin chocar con una multitud a cada paso. Le pareció tener los labios calientes y al pasarles la lengua pudo sentir decenas de pequeñas comisuras, como brazos abiertos, suplicando por un poco de agua. Volvió a quedarse dormida, sin darse cuenta, sin querer, presintiendo que todo a su alrededor eran libélulas y que su boca se había convertido en sed.

Cuando la mamá llegó con las tres hijas, se cansó de tocar la puerta y mandó a llamar a Oniris para que trajera las llaves que les había dejado Anabel al irse al último viaje. Enojada por el desplante de la hija, abrió con violencia la puerta para sentir que el hedor le golpeaba la cara, como si miles de insectos estuvieran desprendiéndose de un cuerpo descompuesto.

La negra Oniris alcanzó a susurrar una oración africana antigua. Fue la única en investigar la causa de la muerte hasta encontrarla, oculta incluso para el forense que hizo la autopsia. La llamaban la Danza de las Libélulas y era la forma más sutil que existía de matar a alguien, sólo comparable, tal vez, con la Muerte por Lluvia Interna. Para los nativos de Costa de Marfil se había convertido en todo un arte, una obra que sólo se podía hacer una vez en la vida y que se reservaba para acabar con un amor imposible o traicionado.

El proceso era largo y tedioso. Para empezar había que conseguir las sábanas sudadas por el ser amado y lavarlas en un estanque tranquilo el día del solsticio de verano de un año bisiesto. Los huevos de la primera libélula en hacer la puesta, algunas veces hasta 500 de ellos, se convertirían en ninfas que cinco años después llegarían a ser un insecto de largo abdomen, desproporcionados ojos, alas replegadas y apariencia viscosa.

Una vez completada la metamorfosis, los caballitos del diablo buscarían al ser amado hasta encontrarlo y, creyéndose parte de él, lo perseguirían para sacarle el alma que permanecería con ellos para siempre.

Oniris sintió el dolor de perder a la niña que había criado. Días después, cuando encontraron a la negra muerta, nadie notó que la habitación estaba llena de agua, pequeñas gotas de lluvia densa que escaparon inusitadamente al abrir la puerta.

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