A Gina, Vilma, Ivonne y todas las madres que son perfectas como son.
Es lunes y el despertador suena a las cinco y treinta a eme. Y de nuevo a las y cuarenta y cinco. También a las seis. Cada una de las veces lo odia un poco más. Leticia ha intentado con todos los tonos disponibles en el celular pero ninguno disminuye la rabia que siente cuando tiene que levantarse, mojarse la cara, verse las arrugas que se multiplican, ir a despertar a Miguel y a Nicolás, pelear con ellos que tampoco quieren salir de la cama, servir el cereal con leche, gritarles porque se les hace tarde.
¡Qué diferente es su vida a la de todas las madres que salen en televisión!: hijos obedientes que se despiden de beso antes de subirse al bus del colegio, hogares ordenados en los que cada cosa está siempre en su lugar, comidas nutritivas que parecen de restaurante, cuerpos esbeltos producto del cirujano o del gimnasio, una carrera prominente en una empresa reconocida y una sonrisa eterna de felicidad.
—¡Bajen ya que los deja el bus!
El lunes es el peor día. Su cuñada le sugirió que mantuvieran la rutina de levantarse temprano el sábado y el domingo para que empezar la semana no les diera tan duro, pero Leticia era la primera en agradecer las mañanas en la cama y el brunch casi al mediodía que le ahorraba preparar una comida.
—Los míos no dan tanta guerra —le decía cada vez que salía el tema—; tal vez los estás maleducando.
«Tal vez los estoy maleducando». La frase le daba vueltas en la cabeza varias veces por semana, sobre todo los lunes a las seis y treinta de la mañana.
«O tal vez Silvia tiene una fórmula mágica».
¡Ah, sí! Para empezar tiene a Luis (el hermano de Leticia) que es el terror de Matilda y Gabrielito, así que jamás desobedecen una orden por miedo al castigo. También tiene a Edith que les prepara el desayuno para que esté listo a la hora precisa y a Luz Dary que les ayuda con las tareas y deja pulcros los uniformes desde el día anterior. O tal vez contribuye un poco que su cuñada no necesita trabajar y puede dedicarle tiempo a la clase de pilates (y a su instructor).
«Definitivamente Silvia tiene una fórmula mágica». Se dice mientras escucha a los gemelos bajar.
Desayunan cereal pero la cocina queda como si hubiera atendido una cena de San Silvestre. Seis y cincuenta a eme: no hay tiempo para recoger el desorden, ni siquiera para que se laven los dientes; les quedan cinco minutos para correr hasta el paradero del bus.
Las seis cuadras siempre están cargadas de contratiempos. Miguel olvida la tarea. Nicolás recuerda a mitad de camino que tiene que llevar ropa para el ensayo de teatro. Ambos pelean por cualquier tontería o le ruegan una vez más que les regale un perro.
Cristina pasa corriendo con su cuerpo perfecto de Lululemon, levanta la mano, sonríe para saludarla mientras sigue enchufada a los audífonos y lanza una mirada de condescendencia ante los gemelos que llevan los tenis sucios y el suéter demasiado pequeño. Su hija seguramente ya va camino al colegio con el conductor.
Leticia piensa que es la peor madre del mundo y se detiene en medio de la calle apretando la mandíbula. La mano de alguno de los dos (no tiene energía para descifrar cuál es) la aprieta suavemente y la hala para que sigan caminando.
El bus se asoma en la esquina. Apresuran el paso. La puerta se abre y los niños suben sin mirar atrás. Ella agita la mano pensando que crecen demasiado rápido. La puerta se cierra. Ella se gira. Una sensación de pánico la inunda.
No reconoce la calle.
No entiende qué hace ahí.
Saca el celular del bolsillo.
Hay una fotografía de dos niños idénticos que sonríen y a ambos les falta el mismo diente.
Se mira las manos y tampoco las reconoce.
Son las manos de otra.
Vuelve a mirar el celular.
No sabe la clave para desbloquearlo.
Suelta el celular.
Lo escucha estrellarse contra el piso.
Se agacha a recogerlo, la pantalla se partió por la mitad.
Antes de levantarse ve que le cuelga la panza.
¿Qué está pasando?
Camina hasta la esquina para descifrar en dónde está.
Le parece ver una calle conocida.
Se deja llevar por su instinto.
Gira a la izquierda.
Avanza otras tres cuadras.
Se detiene en frente de un portón. Duda. Inhala profundo. Retiene el aire.
Saca la llave que acaricia desde hace algunos minutos en su bolsillo.
Abre la puerta despacio. Exhala.
El corazón le late tan fuerte que puede escucharlo.
—¿Hola?
Nadie responde.
—Hola… soy… Leticia —se sorprende al reconocer su nombre.
Silencio.
Hay juguetes regados por todo el piso. Uno de ellos le llama la atención.
—Este es de Miguel —dice mientras lo recoge.
Suena el celular.
Lo saca del bolsillo y en la pantalla lee «Diego».
—¿Hola?
—¿Estás muy lejos? —la voz le parece conocida pero no logra asociarla con el nombre que acaba de leer.
Silencio.
—¿Leti?, ¿estás muy lejos? Avísame si te cogió el día otra vez y me pido un Uber; me prometiste que no volveríamos a llegar tarde.
Silencio.
—¿Sabes qué…? Olvídalo. Nos vemos en la oficina.
Sigue viendo el muñeco de Batman que tiene en la mano izquierda.
—Este es de Miguel; el favorito de Nicolás es el hombre araña.
Deja las figuras de plástico sobre el comedor. «Crecen demasiado rápido». Lleva los platos a la cocina. La puerta se cierra. Una sensación de familiaridad la inunda.
Suena una notificación y mira el celular.
Sesenta minutos para la reunión de estatus de los lunes.
Abre la llave del agua para quitarles la comida a los platos, hace buches de Listerine mientras se viste a toda carrera, camino al garaje va recogiendo lo que puede y lo echa en una canasta desbordada de juguetes y ropa sucia, enciende el carro mientras piensa que ya falta menos para el fin de semana, le envía un mensaje de texto a su jefe en el primer semáforo diciéndole que uno de los gemelos amaneció enfermo pero que ya va en camino. En el siguiente lee la respuesta «¿Otra vez?», en los demás aprovecha para maquillarse.
Ocho y dieciocho a eme.
Entra a la sala de reuniones encogiendo los hombros y se sienta en la única silla que está libre. Diego está en frente, menea la cabeza y baja la mirada. Su jefe sigue la reunión ignorando que llegó.
Abre su agenda para tomar notas.
«Eres la mejor mamá del mundo» dice la letra retorcida de Miguel debajo de un dibujo de los tres que tiene el estilo de Nicolás.
Sonríe llena de felicidad. Suspira aliviada. «Todo va a estar bien».
Suena el celular y lee en la pantalla el nombre de su hermano.
Lo pone en silencio disculpándose con su jefe que le clava una mirada de reproche.
El aparato vibra sobre la mesa.
Lo toma avergonzada y lo aprieta con la mano.
Otra vez.
Luis nunca la llama, es inusual que sea tan insistente.
Leticia le envía un mensaje «Estoy en reunión. ¿Es urgente?».
Segundos después llega la respuesta: «Silvia tuvo una crisis de depresión. Se suicidó esta madrugada».
Alex, me siento identificada palabra a palabra. Nadie tiene la formula mágica t hay momentos en que godas nos preguntamos en que momento nos metimos en esto, que hacemos en una vida que no reconocemos y nunca nos imaginamos. Por fortuna siempre algo nos indica que todo va a estar bien. Que duro es maternar solas, sin sostén ni tribu. Abrazo grande.
Gracias, Zari por tu comentario, total admiración por cada una de las madres y el hermoso trabajo que hacen.
¿Y si se vuelve una novela? Me sentí tan identificada con Leticia que me encantaría conocerla más, así como a Silvia. Gracias por este relato.
¡Magnífica idea! vamos a ver qué pasa…
Hermosa vida de una madre, 😍 yo amo cada error cada desacierto, me hace sentir viva y con esperanza de que todo puede ser mejor.